Ella (IV)

Ella

ella3

Algo falla cada vez que trata de incorporarse al ritmo del mundo.

Y no tiene que ver con diferencias de velocidad sino más bien de comprensión. No ha terminado de entender el juego al que se está jugando en cada momento. Parece llegar tarde. O pronto. O llega cuando ya han terminado de explicar las reglas o se marcha, aburrida de esperar, antes de que haya llegado nadie a la reunión. Está siempre jugando a un juego al que o bien ya nadie juega o bien todavía nadie comprende.

Se ducha con agua ardiendo porque piensa que la capa de piel que la cubre ya no debería pertenecerle. No entiende cómo no se le ha caído ya. Debería haber terminado de evaporarse hace días hastiada de rodearla pero por alguna razón que no quiere conocer se empeña en seguir con Ella. Remata la faena con una toalla barata y áspera que no pondrían ni en un motel de carretera. De camino a su habitación esquiva al perro, un tendedor y dos o tres sentimientos según el día.

Más que una habitación es una trinchera emocional. Guarda reglas de juego viejas que otros jugadores más hábiles se han ido dejando en su casa y tiene todo un pasado que no quiere volver a recordar metido en el cajón de las bragas. Ya ni mira, simplemente mete la mano mientras finge tener algo más importante a lo que dirigir la vista y se pone la que toque. Con la camisa y los pantalones tiene un poco más de recelo. Faldas ya no se pone casi nunca. Cree que le sientan mal.

Mientras desayuna se le pasa por la cabeza colgarse un cartel del cuello en el que ponga claro y visible: «No sé jugar», para que no haya malentendidos ahí fuera. Le da un par de vueltas. Cree que debería quedar más claro: «No sé a qué coño estáis jugando». Le gusta, aunque se le hace demasiado agresivo. Trata de dar con la fórmula perfecta mientras sumerge las dos últimas galletas en el café.

Piensa en que no debería ser así.

Ella.

Que nadie quiere estar cerca de una persona abatida y con tendencias destructivas.

Recuerda alguna de esas frases que la gente comparte en Facebook con rollos de que el mundo es como uno lo imagina o que si quieres atraer amor tienes que emitir amor o alguna coelhada similar. Recuerda que lo entendió perfectamente en su día y recuerda también que comprobó que era cierto. Lo que no recuerda es cómo llegó a olvidarlo. Luego piensa en la gente que suele compartir esas frases y en sus vidas y se le ocurre que quizá simplemente nadie sabe jugar a este juego. Le da vueltas al café mientras piensa en la causa. Trata de comprender por qué hemos inventado un juego al que no sabemos jugar. Sobre todo, trata de comprender por qué seguimos jugando.

Sobrevuela su cabeza la idea de que quizá simplemente seamos demasiado estúpidos para existir.

Que existan las plantas y los minerales, que lo llevan mejor. Que existan los perros y los gatos, y los océanos y las montañas, que no han parecido encontrar ningún problema con su existencia. Pero no nosotros. No un ser capaz de ponerse en duda a sí mismo. No un ser capaz de llegar a una conclusión que le enfrenta directamente con lo que le permite ser capaz de llegar a esa conclusión.

Lanza la cucharilla al fregadero con pocas ganas, aspira con fuerza, se abre el pecho con las dos manos y se descubre a sí misma acurrucada entre dos costillas, cansada de amar.

Ella (III)

Ella

Usa capa y sombrero capotain y lleva una vida entera atrapada en un acorde del Nocturno op. 9 nº 2 de Chopin.

En este justo acorde, precisamente, está lloviendo.

—————-

En otros hace sol, o hay niebla, o huele a leña o hace frío.

En este llueve.

Ya llovía cuando llegó y no ha dejado nunca de llover desde entonces.

—————-

Al principio recuerda su mundo. A la manera de:

Ahora llueve, pero una vez no llovió.

Cuando lo olvida, sigue lloviendo. Pero hay un cambio sutil:

No puede experimentarlo.

—————-

No hay un opuesto que le permita reconocer el hecho de que está lloviendo.

No conoce lo que es ‘no llover’.

—————-

Siempre ha llovido.

Él (III)

Él

elIII_2

Los hombros se le habían caído a los pies de nuevo. La diferencia es que ahora no sabía si tenía ganas de levantarlos.

Quemó su ropa interior ante un altar improvisado, a saber: dos velas iluminando un altavoz antiguo, con la cara de Jimi Hendrix dibujada en un lateral.

Odiaba lo que representaba Hendrix. Generaciones de resabiados incapaces de permitir que uno solo de los pelos de sus brazos se levantara ante una sucesión de notas. Llenos de teorías, eso sí. Sus teorías sobre la música y la genialidad eran tantas y resultaban tan aburridamente indigestas que no podían dejar de vomitarlas constantemente sobre el primer infeliz que tropezara con ellos. Hendrix los hubiera matado. Y Él también, si hubiera conseguido volver a ponerse los hombros en su sitio. Pero sintió que no tenía ganas y los dejó estar.

Lanzó el cigarrillo sobre sus calzoncillos ardiendo, preguntándose si a aquello se le podría dar un sentido simbólico. Decidió que no. La próxima vez lo haría mejor y ya está. Basta de excusarse. Los resabiados de Hendrix cargaban con su incapacidad para sentir. Él con su ahora recién agotado exceso de sensaciones. No había simbolismo en eso, sólo una horrible y detestable falta de equilibrio. Un equilibrio, por otro lado, perdido ya a todos los niveles.

Pensó que quizá no dábamos para mucho más. Habíamos tocado techo y esto era el cénit del show.

Con todo, no dejaba de resultarle admirable el ahínco con el que afrontábamos la tarea a la que habíamos dedicado, e íbamos a dedicar, toda nuestra existencia: desajustar la balanza cada vez que el Universo tratase de mantenerla recta, por si acaso no había quedado claro que aquí primero hemos venido a tocar las pelotas, y luego ya se verá.

Él (I.II)

Él

el_dos

Y luego estaba la devastadora sensación de entender pero no aceptar.

Era como pretender desear, a sabiendas del sinsentido, que el resultado de dos más dos fuera verde o helado de chocolate.

Hubiera preferido equivocarse. Dos más dos igual a tres. Eso hubiera sido más sencillo, algo a lo que agarrarse. Dos más dos igual a cinco. Una estupidez, pero se podría discutir sobre ello. Lo que dos más dos no iba a ser nunca era helado de chocolate, y saberlo le estaba matando.

No entenderlo sonaba más sencillo que aceptarlo.

Cuando lo que su espíritu necesitaba era odiar y maldecir aparecía implacable la lógica, desplegaba el abanico de datos y hechos irrefutables y lo volvía dócil como un cordero, complaciente y comprensivo.

Y entonces percibía con claridad el peligro, y un destello de instinto le sugería la necesidad que el ser humano tiene de explotar, de abandonar la lógica durante unos instantes y dejarse llevar, gritar, maldecir, llorar, reventar la puerta de un armario, echar la culpa a quien quizá no la tenga y afirmar convencido que dos más dos son tres o cinco.

Ella (II)

Ella

esccribiendo_borrando

Sus sentimientos los habían construído como un escritor construye un texto: escribiendo y borrando.

Así, sentimientos básicos como el amor o el odio se convertían en complejas estructuras cuyos cimientos habían sido escritos y eliminados inmediatamente.

Sus «te quiero» o sus «te odio» habían existido una sola vez. Habían sido la base necesaria, pero suprimida, de todo lo demás.

Y ahora tenía que cargar con eso cada vez que le exigían una explicación.

Mientras su alrededor exigía los bocetos, Ella tenía que vérselas con la novela que formaban sus emociones.

Ella (I)

Ella

elbarco

Su corazón es un barco sin tripulación movido por el viento hacia donde el mar considere correcto. No recuerda cuándo soltó el timón. Sabe que en algún momento lo tuvo entre las manos: quizá unos días antes. Quizá hace ya diez, quince o veinte años. No le importa. Se tumba en uno de los camarotes y se abandona al balanceo.

Despierta cuando oye gaviotas. A veces, de casualidad, enclava en una costa cualquiera. Ella no baja del barco. Sale por la escotilla y mira. Alguien está tratando de subir. Abre el portalón y recibe al visitante. Hablan. Se observan. Se acercan. Se analizan. Se tocan. Se besan. Se funden. Se duermen.

Cuando despierta, el visitante ha cogido el timón. Ella sale a cubierta y le observa sonriente. Siempre le gusta observar las diferentes maneras en que los demás conducen su barco. Se acerca a él y mira sus manos. Él le cede el timón con amabilidad y ella sonríe cogiendo las manos de él y volviendo a situarlas suavemente sobre la rueda. Le deja hacer y se aleja paseando hasta proa. Cierra los ojos y respira el sol. Siente el agua deslizándose con suavidad entre sus pensamientos. Deja caer los brazos, relaja sus hombros y se funde con el balanceo del barco.

La despierta del trance una fuerte sacudida. Tormenta. El visitante lleva gritando su nombre desde hace horas. Ella se acerca hasta él como puede: golpeándose con los cabestrantes y arrastrándose por la cubierta. Cuando está cerca, el visitante le hace gestos desesperados para que agarre el timón junto a él. Ella se niega aferrándose a su asidero y cerrando los ojos con fuerza. El agua ya no se desliza con suavidad entre sus pensamientos: los inunda. Él trata de enderezar el barco mientras aguanta las terribles embestidas del agua. La mira confundido una última vez antes de ser arrastrado. Ella aprieta sus ojos todavía con más fuerza mientras le escucha gritar siendo empujado por el agua hacia la borda. Una sacudida pone fin a todo. Él cae al mar. Ella pierde el conocimiento.

Despierta en calma, abrazada aún al mástil que ha usado como asidero. Observa los nuevos desperfectos mientras se levanta y se sacude la ropa. Se acerca a la parte de la borda por donde debió caer él. No sabe exactamente dónde. Imagina un lugar concreto y se lleva la mano al corazón a modo de recuerdo. Luego abre la escotilla, entra y cierra. Camina por el pasillo mientras piensa en el timón. Abre la puerta de uno de los camarotes mientras piensa en las manos de él sujetando el timón. Se desprende de la ropa mojada imaginándose a Ella sujetando el timón.

Sabe que en algún momento lo tuvo entre las manos: quizá unos días antes. Quizá hace ya diez, veinte o treinta años. No le importa.

No quiere volver a tenerlo.

Se tumba y se abandona al balanceo.