Los hombros se le habían caído a los pies de nuevo. La diferencia es que ahora no sabía si tenía ganas de levantarlos.
Quemó su ropa interior ante un altar improvisado, a saber: dos velas iluminando un altavoz antiguo, con la cara de Jimi Hendrix dibujada en un lateral.
Odiaba lo que representaba Hendrix. Generaciones de resabiados incapaces de permitir que uno solo de los pelos de sus brazos se levantara ante una sucesión de notas. Llenos de teorías, eso sí. Sus teorías sobre la música y la genialidad eran tantas y resultaban tan aburridamente indigestas que no podían dejar de vomitarlas constantemente sobre el primer infeliz que tropezara con ellos. Hendrix los hubiera matado. Y Él también, si hubiera conseguido volver a ponerse los hombros en su sitio. Pero sintió que no tenía ganas y los dejó estar.
Lanzó el cigarrillo sobre sus calzoncillos ardiendo, preguntándose si a aquello se le podría dar un sentido simbólico. Decidió que no. La próxima vez lo haría mejor y ya está. Basta de excusarse. Los resabiados de Hendrix cargaban con su incapacidad para sentir. Él con su ahora recién agotado exceso de sensaciones. No había simbolismo en eso, sólo una horrible y detestable falta de equilibrio. Un equilibrio, por otro lado, perdido ya a todos los niveles.
Pensó que quizá no dábamos para mucho más. Habíamos tocado techo y esto era el cénit del show.
Con todo, no dejaba de resultarle admirable el ahínco con el que afrontábamos la tarea a la que habíamos dedicado, e íbamos a dedicar, toda nuestra existencia: desajustar la balanza cada vez que el Universo tratase de mantenerla recta, por si acaso no había quedado claro que aquí primero hemos venido a tocar las pelotas, y luego ya se verá.