Y luego estaba la devastadora sensación de entender pero no aceptar.
Era como pretender desear, a sabiendas del sinsentido, que el resultado de dos más dos fuera verde o helado de chocolate.
Hubiera preferido equivocarse. Dos más dos igual a tres. Eso hubiera sido más sencillo, algo a lo que agarrarse. Dos más dos igual a cinco. Una estupidez, pero se podría discutir sobre ello. Lo que dos más dos no iba a ser nunca era helado de chocolate, y saberlo le estaba matando.
No entenderlo sonaba más sencillo que aceptarlo.
Cuando lo que su espíritu necesitaba era odiar y maldecir aparecía implacable la lógica, desplegaba el abanico de datos y hechos irrefutables y lo volvía dócil como un cordero, complaciente y comprensivo.
Y entonces percibía con claridad el peligro, y un destello de instinto le sugería la necesidad que el ser humano tiene de explotar, de abandonar la lógica durante unos instantes y dejarse llevar, gritar, maldecir, llorar, reventar la puerta de un armario, echar la culpa a quien quizá no la tenga y afirmar convencido que dos más dos son tres o cinco.