Ella (IV)

Ella

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Algo falla cada vez que trata de incorporarse al ritmo del mundo.

Y no tiene que ver con diferencias de velocidad sino más bien de comprensión. No ha terminado de entender el juego al que se está jugando en cada momento. Parece llegar tarde. O pronto. O llega cuando ya han terminado de explicar las reglas o se marcha, aburrida de esperar, antes de que haya llegado nadie a la reunión. Está siempre jugando a un juego al que o bien ya nadie juega o bien todavía nadie comprende.

Se ducha con agua ardiendo porque piensa que la capa de piel que la cubre ya no debería pertenecerle. No entiende cómo no se le ha caído ya. Debería haber terminado de evaporarse hace días hastiada de rodearla pero por alguna razón que no quiere conocer se empeña en seguir con Ella. Remata la faena con una toalla barata y áspera que no pondrían ni en un motel de carretera. De camino a su habitación esquiva al perro, un tendedor y dos o tres sentimientos según el día.

Más que una habitación es una trinchera emocional. Guarda reglas de juego viejas que otros jugadores más hábiles se han ido dejando en su casa y tiene todo un pasado que no quiere volver a recordar metido en el cajón de las bragas. Ya ni mira, simplemente mete la mano mientras finge tener algo más importante a lo que dirigir la vista y se pone la que toque. Con la camisa y los pantalones tiene un poco más de recelo. Faldas ya no se pone casi nunca. Cree que le sientan mal.

Mientras desayuna se le pasa por la cabeza colgarse un cartel del cuello en el que ponga claro y visible: «No sé jugar», para que no haya malentendidos ahí fuera. Le da un par de vueltas. Cree que debería quedar más claro: «No sé a qué coño estáis jugando». Le gusta, aunque se le hace demasiado agresivo. Trata de dar con la fórmula perfecta mientras sumerge las dos últimas galletas en el café.

Piensa en que no debería ser así.

Ella.

Que nadie quiere estar cerca de una persona abatida y con tendencias destructivas.

Recuerda alguna de esas frases que la gente comparte en Facebook con rollos de que el mundo es como uno lo imagina o que si quieres atraer amor tienes que emitir amor o alguna coelhada similar. Recuerda que lo entendió perfectamente en su día y recuerda también que comprobó que era cierto. Lo que no recuerda es cómo llegó a olvidarlo. Luego piensa en la gente que suele compartir esas frases y en sus vidas y se le ocurre que quizá simplemente nadie sabe jugar a este juego. Le da vueltas al café mientras piensa en la causa. Trata de comprender por qué hemos inventado un juego al que no sabemos jugar. Sobre todo, trata de comprender por qué seguimos jugando.

Sobrevuela su cabeza la idea de que quizá simplemente seamos demasiado estúpidos para existir.

Que existan las plantas y los minerales, que lo llevan mejor. Que existan los perros y los gatos, y los océanos y las montañas, que no han parecido encontrar ningún problema con su existencia. Pero no nosotros. No un ser capaz de ponerse en duda a sí mismo. No un ser capaz de llegar a una conclusión que le enfrenta directamente con lo que le permite ser capaz de llegar a esa conclusión.

Lanza la cucharilla al fregadero con pocas ganas, aspira con fuerza, se abre el pecho con las dos manos y se descubre a sí misma acurrucada entre dos costillas, cansada de amar.

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